El verdadero “realismo sin renuncia” consiste, básicamente, en reconocer que la ingeniería social tiene límites.
Académico de la Escuela de Gobierno UAI
Cuenta la leyenda que Karl Marx se fascinó con las conclusiones de las investigaciones de Charles Darwin. Al menos, en la dimensión en la cual se sugería que la historia de la biodiversidad no requería de intervenciones divinas y podía explicarse enteramente a partir de fenómenos materiales. Tanto fue el entusiasmo que Marx envió a Darwin una copia de sus propios escritos, los cuales –al parecer– no habrían sido digeridos con el mismo entusiasmo por el naturalista inglés.
En el entierro de Marx, su amigo Friedrich Engels fue más allá: comparó el descubrimiento marxiano de las leyes del desarrollo humano con el descubrimiento darwinista de las leyes del desarrollo orgánico de las especies. Sin embargo, este entusiasmo tenía un límite. El propio Marx siempre desconfió de aquella parte en la cual Darwin –siguiendo a Malthus– enfatizaba la lucha por la sobrevivencia a partir de la fatal combinación entre sobrepoblación y escasez de recursos. La inclinación “natural” de los seres humanos por diferenciarse, competir y superar a sus pares representaba un problema tanto para la teoría normativa del socialismo utópico como del científico.
Cien años después, la izquierda marxista reaccionó con igual incomodidad ante los hallazgos de la naciente sociobiología. Según controversiales investigadores como el entomólogo E.O. Wilson, la cultura humana estaba prácticamente determinada por su herencia genética. En consecuencia, el espacio para modificar su conducta social a través de instituciones políticas o económicas era reducido… un balde de agua fría para el anhelo socialista de modelar un hombre nuevo. El marxismo quiso entender la teoría de la evolución como un proceso biológico que terminaba en el amanecer de la cultura, cuando la especie humana emancipada de la tiranía de sus genes podría elevarse en la construcción de un mundo diferente. Pues la sociobiología portaba una ingrata noticia: tan diferente no podría ser. A los seres humanos les costaría demasiado vivir bajo sofocantes reglas igualitaristas. De ahí la célebre sentencia de Wilson acerca del comunismo: “Gran idea, pero en la especie equivocada… funcionaría si fuésemos hormigas”.
Desde entonces, la izquierda postmarxista se ha visto obligada por las circunstancias de la realidad a replantear algunos de los presupuestos de su proyecto político. No porque haya que vivir de acuerdo a las descripciones de una teoría científica –sabemos desde Hume que los hechos no constituyen enunciados de valor– sino porque esas descripciones actúan como restricciones de lo posible. Filósofos de izquierda como Peter Singer se han abocado a la elaboración de una propuesta ideológica que tome en consideración que –en el fondo– no somos más que mamíferos que aspiran a replicar su material genético. Esto explicaría una serie de tendencias que nos parecen enteramente naturales. Como la de favorecer a nuestra prole por sobre la prole del vecino. O como la de acceder a dinámicas de cooperación social siempre y cuando exista “altruismo biológico” o reciprocidad.
En efecto, Singer propone abandonar la premisa de una naturaleza humana completamente modificable a través del influjo de la cultura. También recomienda desechar la idea de que toda desigualdad debe interpretarse como resultado de una relación necesariamente opresiva (pues la persecución de estatus diferenciador está en nuestra herencia adaptativa: a nuestros antepasados les fue muy útil para incrementar su aptitud reproductiva). Esto no significa abdicar del sueño de una sociedad más igualitaria. Significa elaborar un plan que incorpore estos conocimientos para no seguir estrellándose contra la pared. Podría significar extraer lo mejor del fenómeno de la competencia para ponerla al servicio de lo público. O intensificar las estrategias de cooperación bajo reglas darwinianas. E, inexorablemente, cambiar de perspectiva respecto de la posición de los animales no-humanos que comparten con nosotros el planeta. En otras palabras, reconocer que si bien la cultura sobrepasa largamente el ámbito de la biología, sus raíces están en ella.
La política consiste en una larga y paciente lucha por modificar la realidad en sus márgenes.
¿Tiene esta reflexión algún vaso comunicante con lo que estamos viviendo en Chile? Podría tenerlo. En la narrativa histórica de la izquierda, la dictadura “implantó” un modelo neoliberal que –a la larga– dio a luz a una sociedad individualista y competitiva. Eso explicaría, entre otras cosas, por qué las familias insisten en segregarse socialmente, haciendo lo posible por aventajar a sus propios hijos en la carrera de la vida. O por qué la acumulación material de riquezas se ha convertido en el criterio para asignar posición y estatus. O por qué muchas personas evalúan que sin incentivos al bienestar particular no hay razón para esforzarse más de la cuenta. O por qué tanta gente prefiere jugar al polizonte (free-rider) cuando perciben que no hay ganancia en la cooperación. Pero quizás –subrayo el quizás– estas conductas no fueron culturalmente injertadas –menos por obra y gracia de un texto constitucional– sino que resisten interpretaciones naturalistas.
Nada de lo anterior sugiere que estas inclinaciones sean moralmente buenas o políticamente justas. Sin embargo, una izquierda reflexiva debiera estar abierta a la posibilidad de que detrás de cada uno de estos fenómenos puede haber algo más potente que un eslogan de derecha o la protección de un interés de un grupo fáctico. Si esta hipótesis es correcta, el verdadero “realismo sin renuncia” consiste básicamente en reconocer que la ingeniería social tiene límites y que la política consiste en una larga y paciente lucha por modificar la realidad en sus márgenes. No es poco lo que se puede lograr. •••
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