La conjunción de variados factores internos y externos ha derivado en el último tiempo en una sistemática depreciación del peso, fenómeno que a la luz de lo que anticipan los expertos, aún tiene espacio para seguir acentuándose.
De la mano del término del súper ciclo de precios de los commodities, la desaceleración de China, y la normalización monetaria en Estados Unidos, junto a variables de orden interno, la divisa norteamericana parece encaminarse a niveles de $700 por dólar.
Hasta ahora el debate en torno a la evolución de esta variable ha progresado entre quienes advierten de los ineludibles impactos inflacionarios que tiene un dólar alto (en un contexto de una inflación que se encamina a completar dos años sobre el rango meta del Banco Central) y quienes piden restarle dramatismo a la situación, asegurando que un tipo de cambio más alto también trae aparejados efectos positivos en la economía al mejorar la posición relativa del sector exportador.
Siendo ambos enfoques válidos, es decir que el aumento de la competitividad de nuestras exportaciones no es gratis en términos del llamado impuesto inflación, lo que se echa de menos en esta disyuntiva es que el repunte de las deprimidas tasas de crecimiento en el país va mucho más allá de "esperar" a que el tipo de cambio insufle actividad a ciertos sectores. La profundidad del problema a nivel de expectativas y tasas de inversión es de tal magnitud que las autoridades corren el riesgo de quedarse cortos a la hora de abordar los desafíos, más aún si desde el mundo político pareciera que hay quienes están dispuestos a aventurarse todavía más allá en el terreno de las incertidumbres.
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