Por Marcelo Soto / Fotos: Verónica Ortíz
En Chile nadie lo supo, pero Roberto Ampuero, el recién nombrado ministro de Cultura, casi se muere. Fue en enero. El escritor venía llegando de unas vacaciones con su familia en El Caribe, poco después de año nuevo, y un día despertó con algo de fiebre y tos. Pensó que era un simple resfrío.
“En la tarde –recuerda– ya tenía más de 42 grados. Y no podía respirar; era un virus muy peligroso, mortal, que te cierra los pulmones. Fue muy violento. No me era posible ni siquiera llamar al chofer para que me llevara al hospital y mi señora tuvo ahí que tomar un taxi en la calle en plena Ciudad de México. Yo no sentía nada, estaba nocaut. Pensé ‘aquí se acabó la cosa’. Termino en el hospital, me aíslan. A todos en la Embajada tuvieron que vacunarlos, hacerles tratamientos, revisarlos si estaban bien, la familia, todo. Y a mí me mandaron a un pabellón aislado y no podía entrar nadie. Con máscara, entubado por completo. Una cosa muy tremenda y fíjate que en esa fiebre y en esa locura yo decía: ‘me voy a morir y no terminé de corregir la novela que tengo lista’. Y me dije: ‘si me salvo de esto, voy a volver a corregir todo’. Y eso hice cuando me recuperé, a partir de febrero, entre seis y siete y media de la mañana, estuve trabajando en la novela”.
“A veces cuando escucho las discusiones en Chile, parece que tienen lugar en un país absolutamente aislado del mundo. Estamos como ajenos a las grandes crisis, a los grandes desafíos del planeta, que son todos de escasez de recursos”.
Cuando nos juntamos con Roberto Ampuero, acababa de renunciar Luciano Cruz-Coke a la cartera de Cultura y el nombre del escritor figuraba entre los candidatos a sucederlo. Venía llegando de una cita con el Presidente en La Moneda, que aunque estaba programada con antelación, encendió las alarmas. De hecho, mientras conversábamos recibió una llamada del director de un diario. “No soy el nuevo ministro”, afirmó. Ampuero esa tarde de jueves insistía en que no podía dejar su cargo como embajador en México. “Las relaciones con México están pasando por un muy buen momento y además hay una relación muy cercana entre los dos presidentes. México es un gran aliado. Existe la posibilidad de que el presidente visite el país norteamericano. No sería oportuno dejar ahora la embajada: allá tal vez no gustaría un cambio de embajador en tan poco tiempo”, se excusaba Ampuero ante las suspicacias periodísticas.
Sólo al final de la tarde del día siguiente, se anunciaría oficialmente que el autor de Boleros en La Habana había aceptado ser el nuevo ministro de Cultura, cargo que finalmente asumió el domingo en La Moneda. ¿El presidente le hizo una propuesta que no pudo rechazar? El caso es que la entrevista a Capital la dio como escritor, no como ministro. Aún así alcanzó a dar un ejemplo de lo que podría hacer: “Me llama la atención que Bolaño en México lo presentan como escritor mexicano. Deberíamos promover su figura como la de un escritor chileno, de lo contrario lo vamos a perder. Los mexicanos ya han gastado mucha plata organizando homenajes y encuentros sobre Bolaño. Y si les dices que Bolaño es chileno, contestan: ‘nació en Chile, pero es mexicano…’ (Risas). A Chile le cuesta apropiarse de sus grandes artistas”.
“Para un escritor es más cómodo ser de izquierda”
La novela que Ampuero decidió terminar luego de su cuasi encuentro con la muerte pertenece a la serie de Cayetano Brulé, el popular detective que inventó hace 20 años y que ha protagonizado seis títulos, el último de ellos El caso Neruda, elegido en Estados Unidos y Alemania entre las mejores novelas negras de 2012. La nueva aventura de Brulé será lanzada este año: “Transcurre en distintos escenarios, en Corea del Norte, y una parte en México. Es absolutamente actual. La historia tiene que ver con la relación España-América Latina. Parte con un documento secreto que se encuentra y que hace explotar la trama. Me gusta la novela. Me tiene entusiasmado”.
“La otra cosa que hemos perdido es la cultura del debate, tenemos un déficit terrible. En muchos países se enseña oratoria en la educación básica y media. Y uno se pregunta, ¿dónde aprenden a debatir los chilenos hoy?”.
Ampuero fue comunista en su juventud (vivió en la RDA y Cuba antes de romper con el partido), y siempre votó por la Concertación, hasta 1999, cuando escuchó el discurso de Lavín. “Voté primero por Lagos, pero después vi la campaña de Lavín, y fue muy interesante para mí, una nueva forma de hacer política, un tipo muy honesto. Yo trato de ver sin esquematismos a la gente”.
-¿Participar de un gobierno de derecha, le ha traído problemas?
-El mundo cultural siempre está más a la izquierda. El cálculo de si me trae costos o no, no tiene sentido. La gente agradece del intelectual que asuma la verdad. Es cierto, es más cómodo como novelista decir que uno es de izquierda, que está a favor del pueblo, pero son definiciones que en la práctica no conducen a ninguna parte.
-A usted los críticos chilenos le han dado duro. A propósito de esto, Sebastián Edwards dijo que algunos reseñadores eran estalinistas.
-(Se ríe sonoramente) Yo creo que no hay que darle mucha importancia a ese tipo de versiones. Al final puedes tener 10 muy buenas críticas, pero uno tiene que evaluarse ante los lectores y yo he tenido una respuesta notable. Si yo hubiese hecho el cálculo no habría sido escritor, me hubiese quedado en La Habana calladito, no hubiese renunciado a la Jota y estaría hoy día celebrando a Kim Jong y sus descendientes.
-¿Pero le duelen las críticas?
-Te voy a confesar algo: tengo 60 años, mi primera novela cumple dos décadas, tengo millones de lectores y nunca en mi vida había sido invitado a representar a Chile en una feria del libro. En la feria de Turín de este año fue la primera vez que lo hice, fue muy emotivo. No quiero reclamar, pero el corazoncito te dice algo… ¡Tuvo que pasar tanto tiempo para poder decir que representé a Chile como escritor chileno!
“Todas las dictaduras son deleznables”
El escritor, antes de todo el barullo por el cambio de gabinete, vino a Chile invitado por la Universidad Finis Terrae, donde dirigió un seminario sobre los 40 años del golpe y el estado de la democracia en América Latina. De eso hablamos en su hotel de El Bosque, donde se dio el tiempo para conversar, pese a que el celular no dejaba de recibir llamadas.
-Con todo lo que ha pasado, ¿cómo ve ahora el 11 de septiembre? ¿Era evitable? ¿Resultó mejor para Chile?
- No. Yo no diría que fue para mejor, no lo catalogaría de esa manera. Dado por un lado el programa y la radicalización de la Unidad Popular, más crisis económica, más división del país, más oposición de Estados Unidos, más el desamparo en que la Unión Soviética dejó a Allende, más la misma división de la izquierda y en el marco del desabastecimiento y la Guerra Fría, creo que en un momento –hoy lo veo así– iba a llegar ese instante de definición: alguien en el país iba a tomar el poder. Ese país, así, no podía seguir. El que estuviera mejor preparado, más organizado, más estructurado, iba a tomar el poder. Fundamentalmente, el golpe es una lección que no hay que olvidar. Es un fracaso de la clase política de ese entonces para buscar soluciones consensuadas dentro del país: la falta de acuerdo es la que crea las condiciones para que alguien armado, organizado, disciplinado, tome el poder. Eso es lo que pasó.
- ¿Piensa que es mejor un dictador con ideas económicas liberales como Pinochet, que una dictadura marxista?
-No, yo pienso que todas las dictaduras son deleznables. Entrar a ese terreno, de comparaciones entre dictaduras, es ofensivo. Lo que queda es un rechazo frontal a cualquier tipo de dictadura. Ésa es la gran conclusión que saqué después de ser un tipo que vio que su país caía en una dictadura de derecha, y que le tocó vivir además en regímenes totalitarios de izquierda. No hay dictadura buena. No hay ninguna dictadura justificable. Merecen la condena. Unos se justifican probablemente por la Divina Providencia, la seguridad nacional, otros por las leyes de la historia, en aras de la construcción de una sociedad más justa. Todo eso son disfraces ideológicos.
- ¿Cuál fue el momento clave de su rompimiento con la izquierda?
-Fue en 1978, cuando voy hasta el comité chileno antifascista de La Habana con una carta que escribí en una máquina germano-oriental donde renuncio a las Juventudes Comunistas. Me había hecho comunista en el Colegio Alemán de Valparaíso, en un mundo conservador del Chile capitalista. Y renuncio a todo eso, viviendo allá, después de haber estado un año en Alemania Oriental, detrás del muro; y tres años en Cuba. Ahora, lo importante es que hubo, previo a eso, todo un proceso de desencanto, desilusión, de duda, de miedos. Mientras más yo asistía a actos de solidaridad con Chile, en teatros cerrados en La Habana o en Alemania Oriental, donde las autoridades apoyaban a los chilenos, las demandas eran: libertad, democracia, pluripartidismo, fin de las policías políticas, fin al exilio, elecciones libres pluralistas… todo eso era muy bueno para Chile. Pero si salías con ese mismo discurso a la calle en La Habana o en Berlín Este, eras contrarrevolucionario. Lo convertías en un discurso que le hacía el juego al imperialismo, al enemigo de clase; era la traición. Y eso nunca me lo tragué. Me despertó una profunda sospecha.
- En una columna reciente en El Mercurio decía que le preocupaba la polarización actual, que era el Chile más radicalizado que recordaba desde los años 70…
- En democracia, no había visto tanta polarización desde fines de los 60 y principios de los 70. El 68, cuando tomo conciencia política como un joven que tenía 15 años y hoy, son los dos momentos de mayor polarización que he visto dentro de la sociedad chilena, donde se observa mucha intolerancia, mucha división, mucho análisis político extremo, mucho sentido de urgencia de dar soluciones radicales para todo tipo de males. Y eso me preocupa. Y me preocupa no porque sea masivo en Chile, yo creo que esto todavía pertenece a la elite. Pero también en los 60 empezó como algo minoritario, de algunas elites ilustradas y de pronto comenzó a contagiar a la sociedad, generando anticuerpos y respuestas igualmente intolerantes, simplistas, violentas. La otra cosa que hemos perdido es la cultura del debate, tenemos un déficit terrible. En muchos países se enseña oratoria en la educación básica y media. Y uno se pregunta, ¿dónde aprenden a debatir los chilenos hoy? O ¿dónde lo han aprendido estas últimas generaciones, los últimos veinte años, en democracia? No ha habido espacio. Tampoco hay que olvidarse que Chile es una democracia joven, 22 años apenas. No sabemos cuán fuerte es. No la hemos probado. No es lo mismo que en Francia, no es lo mismo que en Alemania, no es lo mismo que en Inglaterra, que tú sabes que hay ahí una tradición sólida y sabes cuánto resiste la sociedad sin autodestruirse.
- Usted es profesor y ha conocido de cerca varios modelos educativos, ¿qué piensa, por ejemplo, de la demanda por educación gratuita para todos?
- Hay que situarse en el mundo en que estamos. A veces cuando escucho las discusiones en Chile, parece que tienen lugar en un país absolutamente aislado del mundo. Estamos como ajenos a las grandes crisis, a los grandes desafíos del planeta, que son todos de escasez de recursos, y pareciera que eso no cuenta; pareciera que el mundo se acaba aquí mismo, en nosotros. Esto de pensar que no hay límites para exigir nuevos beneficios, nuevas prestaciones sociales, es muy peligroso. Se hace sin tener conciencia de que los modelos para esas ideas están sufriendo recortes profundos, porque no son capaces –pese a su poderosísima economía– de financiarse. Es curioso. El año 70, el modelo utópico de Chile, de la izquierda, era un modelo que ya estaba con fecha de vencimiento; entré a ser comunista en realidad tardíamente, cuando ya la cosa iba para abajo. Era un desastre terrible, o sea, hubo algo de añejo en la versión de la izquierda chilena de la UP y hoy nuevamente estas demandas están inspiradas en modelos que los están desmontando; pertenecen al pasado, a los años 60. Creo, en todo caso, que en una sociedad nadie que tenga la capacidad para acceder a los estudios superiores, debe quedar al margen de ellos por una razón del bolsillo de los padres. En eso estoy absolutamente de acuerdo, pero es un flaco favor para la igualdad pensar que el Estado tiene que financiar la educación de quienes tienen más recursos. Eso no pasa en Estados Unidos y en algunos países europeos sí pasa, pero están desmontándolo y están pidiendo cada vez más la participación de los padres en relación con el bolsillo.
- En Estados Unidos el modelo de educación también está en crisis…
- También. Por un problema de costos, pero tiene un tratamiento diferenciado en términos de lo que es el payment, los fees, en el sentido de que si tienes la capacidad, perteneces a un grupo muy discriminado, minoritario o sin recursos, te van a dar becas y te van a dar créditos. Pero también quiero decir una cosa: yo estudié en la Universidad de La Habana, que es un sistema supuestamente gratuito: asistía a cuatro horas de clases por la tarde y trabajaba cuatro horas por la mañana en una fábrica y me pagaban alrededor de siete dólares al mes y el día sábado trabajaba cuatro horas.
- O sea no era gratis…
- Un cubano me dijo un día, y me pareció muy provocador: “¿Y tú crees que esto es gratuito? Yo he trabajado toda mi educación”. En Cuba obtuve mi bachiller y todo el tiempo trabajé. Nunca estuve en la universidad sin trabajar. Cuando me dicen “malagradecido, estudiaste gratis…”, les dijo: yo trabajé. Obtuve en Estados Unidos mi maestría y mi doctorado sin beca; trabajando. Enseñaba en la universidad y con eso me descontaban la matrícula y la mensualidad y entonces podía financiar mi curso de perfeccionamiento. Entonces, ojo: hay cosas que suenan muy bien, pero pueden ser un canto de sirenas que nos pueden llevar a encallar. Y obviamente que suena mucho mejor decir “educación gratuita, de calidad y para todos”, quién va a estar en contra. Son planteamientos maravillosos. Lo que pasa es que cuando tú sacas el lápiz o la calculadora y sumas: “bueno, a ver: ingresos que hay en el país con los recursos que tenemos… ¿educación de calidad? Ok. Vamos a ver si podemos, es un proceso largo. ¿Gratuito? Ah ya. ¿Y para todos?”. Ahí ya se te viene abajo el sistema. •••
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