2012/12/03

Miami sin prejuicios


El restaurant Hakkasan impacta por su puesta en escena y su refinada cocina china-cantonesa. A un par de kilómetros, en un oscuro strip center de Fort Lauderdale, descubrimos un sencillo y ultra refinado Café Sharaku. Ambos para la posteridad. Por 
Paola Doberti
Las cosas se dieron así. No se programó poner el foco en la comida asiática pero así terminó siendo. Miami, Florida, de sus múltiples caras, nos mostró ésa.
Quienes van seguido a la ciudad-playa más visitada de Estados Unidos dicen que ha cambiado mucho en los últimos años: más linda, más interesante.
Nosotros, viajeros nada de asiduos a esa metrópolis, sin la referencia del antes y el después, quedamos encantados: el clima, la luminosidad, la vegetación, el respecto en la conducción, la temperatura del agua, la diversidad, el mal gusto en la decoración, la amabilidad de su población…
En el Hakkasan abrimos con la ensalada de pato: timbal de confit, rúcula y una tierna salsa de azafrán y toques delicados de semillas. Jugoso, elegante, nada de graso, una combinación seductora y de la cual seguimos hablando todo el viaje.
Quizás para los turistas frecuentes comentar del Hakkasan sea como hacerlo del Matsuri, pero para nosotros fue una revelación que nos mostró un plato al menos inolvidable y nos regaló una noche de escenografía y servicio sobresaliente.
El Hakkasan del Hotel Fontainebleau, en Miami, es una sucursal de su original en Londres. Lo que hacen es cocina cantonesa auténtica –así dice la carta– en una propuesta innovadora. La innovación parte con el diseño interior claro, espectacular: maderas talladas, iluminación tenue y dramática, tonos neutros rotos por el intenso fucsia de las orquídeas… Todo muy escenográfico, sofisticado, y algo perturbador.
Distintos ambientes forman pequeños comedores. Nos sientan en uno sin mesas ocupadas y nos dicen que no nos preocupemos (nadie lo estaba), que inmediatamente llegarán más comensales. Tres minutos después, aparecen cuatro personas; al rato, una pareja; cinco más y entran cuatro brasileños y así. La música va poniendo más ambiente y sube sutilmente de volumen en la medida que el comedor se va poblando. La chica que nos atiende es linda, distinguida, informada.Le preguntamos un poco y nos cuenta que respeta mucho el oficio, que su padre es cocinero.
El foco del entrenamiento aquí está en la discreción y el profesionalismo.
Queríamos probar con calma así que fuimos pidiendo los platos de a uno. Abrimos con la ensalada de pato: timbal de confit, rúcula y una “tierna” salsa de azafrán y toques delicados de semillas de granada, sésamo, pomelo rosado, piñones. Jugoso, elegante, nada de graso, una combinación seductora y de la cual seguimos hablando todo el viaje. Luego, cangrejo en tempura, perfecto a la vista pero aceitoso en la boca. Repuntamos con los noodles con langosta (de Maine, por supuesto); precioso crustáceo entero con su carne jugosa y tierna sobre unos delgadísimos noodles, entre los que aparecían de vez en cuando unas lánguidas algas marinas (de nombre orejas de árbol, según me soplaron).
Ya la presentación del carpaccio de atún -en el Café Sharaku- retrató de qué se trataría todo esto: delicadeza, belleza, frescura, armonía. Las láminas acompañadas de un finísimo crispy de papas y una de soya con lemongrass. Quedamos mudos.
Probamos también la ternera en grano a la pimienta negra, pero, nos olvidamos, estábamos en un restaurante chino, así que nuestro fino ingrediente principal llegó en láminas, salteado al wok con pimientas y otras salas orientales que desvaneció la idea que teníamos. De postre, custard de mango, pomelo rosado y coco. Combinación de sabores y texturas exótica y equilibrada. Magnífico postre que venía sugerido acompañar con un late harvest que no anoté pero que sí recuerdo los 45 dólares que costaba. Prescindimos de él, pero el extremado buen servicio nos regaloneó con un cuarto de copa de cortesía y la verdad es que la combinación era de maravillas.
La síntesis de la noche fue: lo asiático con base francesa es insuperable.
Y eso fue exactamente lo que nos deslumbró del Café Sharaku, en la rara Fort Lauderdale.
La escueta presentación de su página web lo dice: nuestro chef combina exóticos ingredientes con la rica herencia gastronómica francesa, con un toque asiático.
Nada podría presagiar que detrás de este boliche en un desgraciado stripcenter caribeño haya un cocinero tan apasionado, enfocado y exigente. El comedor es de una sencillez y austeridad extremas. Precario, delicado y selectivo: entran 18 comensales (¿cómo subsiste?).
Llaman la atención las calas en las mesas, la finura del maitre-garzón también oriental y los dos libros de cocina que reciben desde los alto del estante del bar: uno de Nobu y otro de Boulud, las dos referencias de Iwao Kaita, quien trabajó para estas dos grandes marcas-hitos: Nobu (japonés), en Miami Beach y Café Boulud (francés), en Palm Beach.Y hoy, desde su Café Sharaku, rinde reverencias a sus maestros.
Hay carta pero las recomendaciones del día están plasmadas en una ordinaria pizarra escrita con plumón azul que acercan a la mesa. Nuestro distinguido maitre-garzón-RRPP describe los platos magistralmente: sus movimientos son sutiles y profesionales, conoce la carta al dedillo y la saborea mientras nosotros salibamos con un par de copas de sauvignon blanc australiano.
De nuevo, pedimos de a un plato para lo que se llama “degustar”. Ya la presentación del carpaccio de atún retrató en su totalidad de qué se trataría todo esto: delicadeza, belleza, frescura, armonía. Las láminas acompañadas de un finísimo crispy de papas “de la montaña”, y una equilibradísima salsa de soya con lemongrass, toque de limón, aceite de sésamo quizás. Quedamos mudos. Seguimos con sashimi de mero y erizos, con salsa yuzu con mostaza, emulsionada. Entramos en estado zen.
Probamos el pulpo con miniberros, fibrosos y tersos, ambos sabores limpios, acentuados por una vinagreta que buscaba la acidez. Rendidos ante este cocinero al que aún no le poníamos cara pero ya adivinábamos su perfil. Y llegó la baby langosta de no más de 450 grs. Uf. El pequeño crustáceo rosado, tierno, fino, prácticamente sin aliños. Inolvidable.
Dejamos el mar y pasamos a las carnes: estofado de costillas de res en vino tinto y miso, reposado, excelente: pato tierno en su punto de cocción ideal, con esas verduritas mini, tan francés. Imparables, fuimos por el wagyu en tres versiones, y a pesar de lo buena de la carne y las preparaciones, fue quizás el único plato que no nos deslumbró por ser el que menos expresó la mano iluminada, precisa y delicada del cocinero. Los postres siguieron mostrando nítida la fisonomía del chef Kaita, a quien logramos conocer –creemos- por la curiosidad que le despertó esta mesa de dos que comió por seis Y apareció, con su mirada y actitud seria y esquiva y supimos que aunque esta joya escondida en ese desgraciado stripcenter se devele y se estelarice, el chef Kaita se pasará la vida quemándose las pestañas en las ollas y los fuegos.Una suerte para sus comensales. •••

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