OPINIÓN
Por Adrián González
#YoSoy132 y
la libertad salvaje
la libertad salvaje
En nuestros días resulta imposible negar la efectividad con que los regímenes democráticos liberales han sabido acotar la injerencia del poder político sobre la vida de los ciudadanos. La gesta liberal de empoderamiento del individuo frente al estado, inaugurada por la diferenciación que Benjamin Constant hace entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, robustecida además por el enfoque analítico con que Isaiah Berlin y Norberto Bobbio desentrañan las categorías de libertad negativa y libertad positiva, así como las contribuciones teóricas de muchos otros, encuentra ahora, a través de la constitucionalización de los derechos fundamentales de libertad, su forma más acabada. Podemos afirmar además que la dicotomía liberalismo-democracia halla en el constitucionalismo liberal actual un punto de encuentro determinante; el derecho republicano de participar en la toma de decisiones colectivas acompañado, e incluso apuntalado, por las libertades de los modernos, entendidas éstas en su justa dimensión política y como elementos consustanciales de la democracia.
Sin embargo, y habiendo reconocido lo anterior, la situación dista mucho de ser aquella por la que pugnaban los precursores del liberalismo. Si bien es verdad que se ha logrado acrecentar la esfera de acción individual, manteniéndola ajena al arbitrio o potestad del poder colectivo, asegurando cierta pluralidad en el concierto político e institucionalizando el disenso, también es cierto que las libertades continúan bajo permanente acecho. Tal vez hoy más que nunca. Y es que el embate ya no proviene del Estado; el otrora Leviatán, padre y patrón avasallador, de facultades y prerrogativas ilimitadas, ha sido domado. La amenaza se cierne desde otro flanco, socavando la civilización de los derechos y erosionando los cimientos sobre los cuales la democracia liberal ha erigido su legitimidad. Hablo pues de lo que Luigi Ferrajoli bautizó como los poderes salvajes. Hablo de la capacidad que tienen ciertos individuos privilegiados, en ausencia de reglas o vínculos jurídicos que acoten su actividad, de ejercer en los hechos un poder sobre numerosos sujetos no privilegiados; la libertad de unos cuantos transmutándose en poder sobre muchos.
Es precisamente en este contexto que manifestaciones de descontento social empiezan a surgir en Europa y en nuestro continente. Hermanadas bajo un claro común denominador. Movimientos como el de Indignados en España, Occupy Wallstreet en Estados Unidos y #YoSoy132 en México desnudan en toda su fragilidad a la gran falacia liberal: minimizar al Estado, para minimizar el poder (colectivo) y maximizar las libertades (individuales), no garantiza la instauración e inviolabilidad de un sistema de libertades fundamentales. Esto es, el espacio abandonado por las imposiciones de carácter político, o colectivo, es solícitamente asumido por individuos con capacidades y medios para imponer un poder sobre todos los demás miembros del cuerpo social. Un poder que nace como un derecho; la autonomía de lo particular, la libertad de mercado elevada al rango de valor absoluto, incluso por encima de las cuatro grandes libertades de los modernos. La libertad sin límites para acumular medios (poderes). La libertad sin límites para acumular riqueza. La libertad que tiene el lobo de comerse a la oveja.
Así tenemos que la Puerta del Sol y las calles de wallstreet braman al unísono. La indignación ciudadana fustigando la impunidad con que un puñado de individuos trastoca el futuro y destino de millones. El 99% de la sociedad reclamando la capacidad que tiene ese 1% restante de influir en sus existencias, en claro detrimento de sus derechos y calidad de vida. La posibilidad licitud infinita, exacerbada, exenta de todo límite y control, con que ciertos actores económicos logran imponer sus condiciones no sólo a individuos, sino a gobiernos y naciones enteras. La libertad individual de algunos privilegiados -los notables, un nuevo estamento de iluminados-, por encima de la voluntad colectiva; la tan anunciada extinción del bien común. Para los muchos, una impagable deuda, la pulverización del estado de bienestar, la negación de los derechos sociales (concebidos como no-derechos, relegados a la condición de meros caprichos programáticos). Para los otros, la pasmosa minoría, bonos millonarios. El final de la historia, según los fanáticos neoliberales.
En este contexto el movimiento #YoSoy132, aunque erróneamente clasificado como un fenómeno propio de la actual coyuntura electoral en México, responde también a graves fallas y perversiones estructurales.
El reclamo ciudadano en nuestro país, actualmente encabezado por los jóvenes, aunque abanderando proclamas ciudadanas que no deberían ser encasilladas como propias de un segmento poblacional, toda vez que responden a una exigencia universal de empoderamiento ciudadano, encuentran en los también llamados podres fuertes el objeto de su inconformidad. Mientras en Nueva York y Madrid las invectivas sociales tienen como destinatario directo al poder económico en general, ese poder ejercido sobre individuos en calidad de instrumentos o factores de producción de bienes y servicios, en México la batalla se enfoca en un aspecto más particular de esa misma expresión de poder: el control sobre las ideas y los conocimientos por medio del control de los canales de difusión de noticias y opiniones; un poder ideológico fundamentado en el monopolio de los medios de información y persuasión. La exigencia de democratizar los medios responde pues a la ominosa concentración de los medios masivos de comunicación en unas cuantas manos; actores económicos que cuentan con los medios para condicionar la vida política de un país.
Por supuesto que el apostolado neoliberal no le otorga a estas expresiones de repudio la consideración debida. Para ellos esta ebullición social no significa más que una contingencia pasajera, estéril; daños colaterales. Repiten, hasta el cansancio, que la civilización ha llegado por fin a su estado ideal; la democracia occidental como panacea, como ideal absoluto. Y es que en el continuum de fanatismos, éste es el más peligroso. Nunca un dogma había gozado de tanta aceptación; de una institucionalización tan eficaz, de un aparato propagandístico tan eficiente. Hoy el vaciamiento del sistema de libertades es evidente, sin embargo, Fukuyama y sus epígonos nos venden un mundo de fantasía, donde incluso la disidencia intelectual que abrogada ante la “unanimidad” de un “éxito” incuestionable. Ante tanta cerrazón, no queda más que citar a Michelangelo Bovero: ”En la actualidad, al parecer, vivimos en un mundo (doblemente) de cabeza: la tendencia política que se autodefine como “liberal” tiene como meta la abolición “democrática” de vínculos y controles de todo tipo, enarbolando como un valor supremo y un fin por perseguir a la que Kant llamó la libertad salvaje”. Un mundo de cabeza, ni más ni menos.
Sin embargo, y habiendo reconocido lo anterior, la situación dista mucho de ser aquella por la que pugnaban los precursores del liberalismo. Si bien es verdad que se ha logrado acrecentar la esfera de acción individual, manteniéndola ajena al arbitrio o potestad del poder colectivo, asegurando cierta pluralidad en el concierto político e institucionalizando el disenso, también es cierto que las libertades continúan bajo permanente acecho. Tal vez hoy más que nunca. Y es que el embate ya no proviene del Estado; el otrora Leviatán, padre y patrón avasallador, de facultades y prerrogativas ilimitadas, ha sido domado. La amenaza se cierne desde otro flanco, socavando la civilización de los derechos y erosionando los cimientos sobre los cuales la democracia liberal ha erigido su legitimidad. Hablo pues de lo que Luigi Ferrajoli bautizó como los poderes salvajes. Hablo de la capacidad que tienen ciertos individuos privilegiados, en ausencia de reglas o vínculos jurídicos que acoten su actividad, de ejercer en los hechos un poder sobre numerosos sujetos no privilegiados; la libertad de unos cuantos transmutándose en poder sobre muchos.
Es precisamente en este contexto que manifestaciones de descontento social empiezan a surgir en Europa y en nuestro continente. Hermanadas bajo un claro común denominador. Movimientos como el de Indignados en España, Occupy Wallstreet en Estados Unidos y #YoSoy132 en México desnudan en toda su fragilidad a la gran falacia liberal: minimizar al Estado, para minimizar el poder (colectivo) y maximizar las libertades (individuales), no garantiza la instauración e inviolabilidad de un sistema de libertades fundamentales. Esto es, el espacio abandonado por las imposiciones de carácter político, o colectivo, es solícitamente asumido por individuos con capacidades y medios para imponer un poder sobre todos los demás miembros del cuerpo social. Un poder que nace como un derecho; la autonomía de lo particular, la libertad de mercado elevada al rango de valor absoluto, incluso por encima de las cuatro grandes libertades de los modernos. La libertad sin límites para acumular medios (poderes). La libertad sin límites para acumular riqueza. La libertad que tiene el lobo de comerse a la oveja.
Así tenemos que la Puerta del Sol y las calles de wallstreet braman al unísono. La indignación ciudadana fustigando la impunidad con que un puñado de individuos trastoca el futuro y destino de millones. El 99% de la sociedad reclamando la capacidad que tiene ese 1% restante de influir en sus existencias, en claro detrimento de sus derechos y calidad de vida. La posibilidad licitud infinita, exacerbada, exenta de todo límite y control, con que ciertos actores económicos logran imponer sus condiciones no sólo a individuos, sino a gobiernos y naciones enteras. La libertad individual de algunos privilegiados -los notables, un nuevo estamento de iluminados-, por encima de la voluntad colectiva; la tan anunciada extinción del bien común. Para los muchos, una impagable deuda, la pulverización del estado de bienestar, la negación de los derechos sociales (concebidos como no-derechos, relegados a la condición de meros caprichos programáticos). Para los otros, la pasmosa minoría, bonos millonarios. El final de la historia, según los fanáticos neoliberales.
En este contexto el movimiento #YoSoy132, aunque erróneamente clasificado como un fenómeno propio de la actual coyuntura electoral en México, responde también a graves fallas y perversiones estructurales.
El reclamo ciudadano en nuestro país, actualmente encabezado por los jóvenes, aunque abanderando proclamas ciudadanas que no deberían ser encasilladas como propias de un segmento poblacional, toda vez que responden a una exigencia universal de empoderamiento ciudadano, encuentran en los también llamados podres fuertes el objeto de su inconformidad. Mientras en Nueva York y Madrid las invectivas sociales tienen como destinatario directo al poder económico en general, ese poder ejercido sobre individuos en calidad de instrumentos o factores de producción de bienes y servicios, en México la batalla se enfoca en un aspecto más particular de esa misma expresión de poder: el control sobre las ideas y los conocimientos por medio del control de los canales de difusión de noticias y opiniones; un poder ideológico fundamentado en el monopolio de los medios de información y persuasión. La exigencia de democratizar los medios responde pues a la ominosa concentración de los medios masivos de comunicación en unas cuantas manos; actores económicos que cuentan con los medios para condicionar la vida política de un país.
Por supuesto que el apostolado neoliberal no le otorga a estas expresiones de repudio la consideración debida. Para ellos esta ebullición social no significa más que una contingencia pasajera, estéril; daños colaterales. Repiten, hasta el cansancio, que la civilización ha llegado por fin a su estado ideal; la democracia occidental como panacea, como ideal absoluto. Y es que en el continuum de fanatismos, éste es el más peligroso. Nunca un dogma había gozado de tanta aceptación; de una institucionalización tan eficaz, de un aparato propagandístico tan eficiente. Hoy el vaciamiento del sistema de libertades es evidente, sin embargo, Fukuyama y sus epígonos nos venden un mundo de fantasía, donde incluso la disidencia intelectual que abrogada ante la “unanimidad” de un “éxito” incuestionable. Ante tanta cerrazón, no queda más que citar a Michelangelo Bovero: ”En la actualidad, al parecer, vivimos en un mundo (doblemente) de cabeza: la tendencia política que se autodefine como “liberal” tiene como meta la abolición “democrática” de vínculos y controles de todo tipo, enarbolando como un valor supremo y un fin por perseguir a la que Kant llamó la libertad salvaje”. Un mundo de cabeza, ni más ni menos.
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