A Carlos Villagrán, chileno lúcido,
dolorido, pero siempre crítico y, a través de él,
solidaridad con los que sufren esta mala hora
1. Para México, como para Chile o Haití, la inseguridad de la tierra debiera ser normalidad. Ocupamos espacios del planeta marcados por la inestabilidad. Es en esta inquietud geológica donde radica la preocupación intelectual y moral, científica y ética de la cultura contemporánea. No es sólo el andamiaje de la protección civil y la capacidad de respuesta a las tensiones sociales secuela de los desastres, como ha indicado con razón —aunque unilateralmente— el presidente Calderón, contagiado por el tufo de desastre que despide la sociedad mexicana en su encrucijada y la pertinente analogía con la catástrofe haitiana y el trágico seísmo en Chile.
El ambiente humano debiera concebirse como riesgo y azar; destrucción y muerte en acecho permanente, contra cuyas irrupciones han de ser posibles respuestas programadas; una auténtica tecnología del desastre (Manning, Disaster Technology, 1976) cuyo fundamento radica en el abandono completo de toda confianza. Sociedades de riesgo, las denomina Beck, y al caracterizar así la época presente, amplía el catálogo de las amenazas: ecológicas, tecnológicas, multiculturales, biogenéticas, nucleares; amén de las brutalmente primitivas y no desarraigadas, sino potenciadas en la vida moderna, como violencia y crimen.
El ambiente (natural, pero también económico, político y social, moral) se ha vuelto azaroso y de riesgo porque así lo hemos propiciado. Este peligro volátil e impredecible que se cierne sobre nosotros es la Tierra en tanto que por nosotros transformada, por ello nos pertenece y podríamos —entonces— preveer y programar, corresponderle. Una ciencia preparada en prevenir-calcular los desastres se desarrolla complementariamente a nuestra siempre superior capacidad de producirlos. La violencia de la naturaleza suele aparecer como revancha. Ella sigue su curso implacable, su ritmo, el hombre parece domeñarla; tarde o temprano, el torrente de agua vuelve al cauce artificialmente seco del río o el otrora lago añora el tumulto de las aguas y vuelve a serlo. Las placas tectónicas perpetúan su portentoso ajuste de cuentas.
Lo discontinuo no debiera pensarse como irrupción patológica que debiera reconducirse al orden, al restablecimiento de la norma; esa pretensión se ha fragmentado irreversiblemente en la cultura contemporánea; no, lo discontinuo ha de devenir en normal. Desde Foucault serpentea la crítica a toda idea de continuidades estructurales finalizadas, deconstrucción del término mismo de historia.
2. En México, los efectos lacerantes de la crisis económica (desempleo, pobreza, rencor social por la desigualdad); la zozobra de la inseguridad y el espectáculo banalizado de la violencia extrema y salvaje de la “guerra al narcotráfico” sin fin y ni fines; el escepticismo radical y creciente respecto de la política la carencia de expectativas en el quehacer del Estado conforman una tendencia que empuja, paulatina e incontrovertiblemente, a vastos sectores de la sociedad mexicana al miedo y la incertidumbre. Ya no es el irreductible segmento (los marginales no el star system) del “círculo rojo”, son millones de los del “círculo verde” y un ánimo colectivo de temor ante la evidencia de diversas crisis en cadena que parecen precipitarnos inevitablemente a mutaciones de fase, transformaciones complejas ajenas, no digamos a los ciudadanos de a pie, sino a los actores políticos y a las elites económicas y culturales. Como si alguna catástrofe nos rondara y con ella la confusa idea de un cambio de orden, una transición de estructura, cayendo del cielo o del desacomodo de la tierra. No en vano las efemérides de la Independencia o la Revolución agitan la memoria colectiva en términos de augurios indescifrables, si bien violentos.
Los terribles sucesos de Haití y Chile, la razonable proyección de temor y alerta que provocan, la certidumbre de que nuestra sociedad, tan deteriorada, reaccionaría con mayor violencia; que las incapacidades, limitaciones y errores de las instituciones estatales serían mayúsculas; la correcta percepción de que no estamos razonablemente preparados para enfrentar esas contingencias, que la corrupción aflorará ante construcciones que trampearon las estipulaciones sismológicas, que la protección civil mexicana es más de parapeto y demagógica que efectiva. El deterioro económico, social y cultural del país comienza a ser dato colectivo común, perspectiva de un acuerdo tácito en el desánimo y la desconfianza. Un horizonte de temor (y su temblor correspondiente) se cierne en torno de la sociedad y la abruma. Hay que saberlo y asumirlo. La inquietud geológica auspicia un fundado malestar de la cultura.
FCPyS-UNAM. Cenadeh
No hay comentarios.:
Publicar un comentario