En la Cumbre de las Américas no existe un espacio para discutir la crisis de estos países.
Con motivo de la Cumbre de las Américas que se reúne en Panamá con la presencia de figuras tan antagónicas como Obama, Raúl Castro y Nicolás Maduro, es bueno recordar que el tema de la libertad suscita muchas inquietudes, pues el panorama que muestra el continente no es muy alentador.
Cuando se cayó el Muro de Berlín, hace más de 25 años, muchos llegamos a pensar que el comunismo marxista leninista, aquel que había ensombrecido durante décadas a la Unión Soviética, China y a Europa Oriental, se había derrumbado para siempre y que este modelo no tendría opción alguna en América Latina. Ciertamente subsistía en Cuba, como también en Corea del Norte, pero en estos dos países era un lastimoso rezago del pasado. En el caso cubano, con 60.000 empresas estatizadas, una desbordada inflación, un dramático desabastecimiento de productos básicos, una agricultura en ruinas y un número de exiliados nunca visto en el continente, solo con una férrea represión a cargo de los servicios de inteligencia copiados del estalinismo mantenían la ominosa dictadura de Castro.
Ya sin los millonarios recursos suministrados por la Unión Soviética, la situación era catastrófica. Se veía llegar el derrumbe total de este modelo.
En cambio, en la década de los noventa, la libertad política y el libre mercado parecían florecer a lo largo y ancho del continente. Chile mostraba a todos el camino por seguir. Con una economía abierta a la competencia internacional, empresas públicas privatizadas, eliminación de monopolios empresariales y sindicales, un sistema privado de pensiones, un nuevo modelo de educación con el aporte de la empresa privada y una real disminución de la pobreza, Chile estaba a punto de ser el primer país de América Latina en alcanzar un nivel propio del primer mundo. Era el modelo liberal para seguir.
Quién iba a imaginar que todas estas ilusiones se desvanecerían y que hoy en día el viejo mito que había naufragado en Europa aparecería en nuestro continente con un ropaje nuevo, el llamado socialismo del siglo XXI. Este modelo que es básicamente una versión tropical del neocomunismo se impuso con apoyo de Cuba en Venezuela y se extendió a países como Nicaragua, Bolivia y Ecuador. Intentó imponerse en México y Perú; ha influido, sin duda, perniciosamente en Argentina, coquetea en Uruguay y comienza a tener una preocupante proyección en Colombia por lo que pueden significar las aspiraciones que albergan las Farc cuando se conviertan en partido político.
Si miramos por un momento lo que ha sucedido en Venezuela, nos daremos cuenta de que es la mayor amenaza a la libertad que enfrentan los países de la región. Armado de un engañoso populismo asistencial, ha logrado por primera vez en América Latina una peligrosa fractura social que pone de su lado a la clase marginal –muy numerosa en nuestros países–, enfrentándola a las clases media y alta. Vista esta última como una oligarquía al servicio del imperialismo, dejó sin protagonismo a la clase media, que en otros tiempos fue el sustento de opciones democráticas de diverso pelaje ideológico.
El renacimiento de un mito
¿Cómo nació este extraño fenómeno que tanto daño le está haciendo a la libertad en el continente? Pues bien, su punto de partida fue el Foro de São Paulo y su gran inspirador, Fidel Castro. Nada menos. El viejo zorro decidió que si bien el comunismo se había derrumbado en Europa con la caída del Muro de Berlín, bien podía resurgir en el siglo XXI en América Latina para liquidar la entonces triunfante corriente liberal, mal llamada neoliberalismo, y sustituirla por gobiernos cercanos al mito socialista.
Fundado en 1990 en São Paulo por el Partido de los Trabajadores de Brasil, agrupó no solo a los partidos comunistas y movimientos de extrema izquierda, incluyendo a organizaciones guerrilleras como las Farc y el Eln de Colombia. En el momento de su fundación, el único miembro que ejercía el poder ejecutivo en un país del continente, era el Partido Comunista de Cuba. Veinte años después, luego de reuniones anuales en diferentes países de América Latina, muchos de sus miembros han alcanzado el poder: Hugo Chávez, en Venezuela; Lula da Silva, en Brasil; Tabaré Vásquez, en Uruguay; Evo Morales, en Bolivia; Rafael Correa, en Ecuador y Daniel Ortega, en Nicaragua, entre otros.
¿Cómo explicar esta sucesión de triunfos y el cambio de rumbo en la región? Pues bien, es ante todo un fenómeno de sobrevivencia ideológica que busca darle nueva vida a los mitos socialistas. La reconocida politóloga y periodista española Edurne Uriarte nos recuerda en su libro Desmontando el progresismo, que las ideas de izquierda siguen teniendo una engañosa imagen. “Ha conseguido –dice ella– imponer el mensaje de que sus ideas son positivas, transformadoras y generadoras de progreso”, al tiempo que sus adversarios son vistos como reaccionarios. Lo inquietante es que el terrorismo, que ha golpeado a países como España y Colombia, es presentado como el actor de un conflicto armado para el cual no hay otra solución que una salida negociada.
Los ingredientes de este mito socialista lo hemos descrito Carlos Alberto Montaner, Álvaro Vargas Llosa y yo en nuestro libro Últimas noticias del nuevo idiota iberoamericano. Una de sus premisas consiste en suponer que la riqueza del más poderoso se debe al despojo que ha sido víctima el más débil. De esta vulgata ideológica, permanece inamovible la tesis de que la pobreza corre por cuenta del imperialismo y la oligarquía, de que las expropiaciones encaminadas a cerrar el paso a la libre empresa son necesarias así como el monopolio del Estado en todos los ámbitos de la producción. Sin duda, estas supersticiones ideológicas representan un serio peligro para la libertad.
Otro factor que fue determinante para abrir la puerta a las alternativas propuestas por el Foro de São Paulo y poner en peligro las libertades, fue el creciente descrédito de la clase política en nuestros países. Los partidos quedaron contaminados por el clientelismo y la corrupción que este genera. Siempre he recordado que político se convirtió para el ciudadano común en una mala palabra. Era visto como un personaje que buscaba los privilegios y prebendas del poder. En muchos países nuestros, el dinero se convirtió en el gran elector. Era común ver candidatos repartir dinero en efectivo, mercados y hasta electrodomésticos a cambio de un voto. Entusiastas promesas lanzadas en los ruedos electorales rara vez se convertían en realidad. A la sombra de este descrédito, emergió la figura del outsider, es decir, una tercería que se presentaba como una verdadera alternativa limpia y totalmente ajena a los vicios de la política tradicional. Fue lo que ocurrió en 1998 en Venezuela cuando apareció Hugo Chávez. Era una nueva cara vista por el pueblo como una opción distinta hasta lo entonces vivido en el país. Detrás de esta máscara, lo que había en realidad era un fervoroso devoto del marxismo y de su álter ego, Fidel Castro.
Dos factores terminaron por consolidarlo en el poder. El primero de ellos, la sorpresiva y enorme riqueza que llenó las arcas del Estado venezolano cuando el barril de petróleo pasó de 10 dólares a 100. El segundo, un populismo asistencialista que le permitió consolidar el apoyo de las clases más pobres en su país mediante la entrega de subsidios y prebendas que repartía cada semana en cerros y suburbios. Era una fórmula engañosa para combatir la pobreza.
A esta forma estridente de populismo se añadió una agenda regional con la que se propuso regalar 170.000 millones de dólares, más del 17 por ciento de los ingresos petroleros nacionales. Solo el subsidio venezolano a Cuba ascendió a más de 13.000 millones de dólares anuales. Para asegurar su poder en el continente creó la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, conocida como Alba y apoyó la creación del la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños Celac.
El resultado de tan nefasto modelo fue catastrófico. Venezuela se convirtió en el país más inseguro de América Latina; tuvo un empobrecimiento progresivo por culpa de una inflación que superó el 56 por ciento, la más alta del continente; las fuentes de trabajo quedaron destruidas cuando en una década se cerró el 40 por ciento de las empresas comerciales del país. Una inmensa corrupción apareció en todos niveles de la administración pública y la incompetencia produjo un alarmante desabastecimiento de productos básicos. Como si fuera poco, la libertad y el orden democrático sufrieron golpes terribles. Desde su llegada al poder, Chávez desconoció la separación de poderes y anuló los órganos de control. Él y luego su sucesor, Nicolás Maduro, procedieron a establecer excesivas medidas de control a la prensa escrita, la radio y la televisión para luego aplicarles multas, cerrarlos y comprarlos o asfixiarlos poniendo toda clase de trabas en la importación de materias primas como el papel en el caso de los periódicos.
Golpes a la prensa
Tal signo del llamado socialismo del siglo XXI, ha contaminado la llamada libertad de expresión en varios países del continente. Diarios importantes del Ecuador debieron afrontar arbitrarias demandas y sanciones, además de la forzada reducción de su pauta publicitaria. En Argentina, la ayuda prestada por Chávez a la campaña electoral de los Kirchner se reflejaría más tarde en la década K, mediante fenómenos como el soborno a amplios segmentos del país con subvenciones y planes asistencialistas, presión sobre los empresarios adversos al poder y sobre todo a los medios de comunicación como ocurrió con el conocido conglomerado audiovisual y periodístico llamado Grupo Clarín, así como a otros medios como el diario La Nación. El populismo que llevó tanto a Néstor Kirchner como luego a su esposa Cristina Fernández produjo una altísima inflación anual, caída de la inversión extrajera, vertiginosa fuga de divisas, aumento del gasto público, rígidos controles de cambios y otros desastres de la misma estirpe.
Todo esto implica en el continente serias lesiones a la libertad política y al libre mercado, así como un peligroso auge de la corrupción y una fractura social más honda que las divisiones políticas tradicionales.
En suma, aunque las dictaduras militares pertenecen ya a otro tiempo, las crisis que afrontan muchas democracias en América Latina corren por cuenta del populismo y sus desvaríos ideológicos. Bien dice Mario Vargas Llosa que “América Latina está aún lejos de ser una sociedad democrática y liberal”. Según él, “en nuestros países el poder judicial se ha convertido en un instrumento de quienes gobiernan, que cambian, manipulan y teledirigen las sentencias a su capricho. Para preservar la libertad –dice Vargas Llosa–, urgen reformas profundas en la economía, la educación y la justicia.
Es muy dudoso que la Cumbre de las Américas se ocupe de las amenazas a la libertad en el continente. Incluso gobiernos democráticos como los de Brasil, Chile, Colombia, Perú o México se abstienen de incomodar a Castro y a Maduro. Y algo muy importante: instituciones continentales de vieja data como la OEA y otras creadas más recientemente como el Alba, Unasur y Celac, lejos de ser contundentes en su pronunciamientos, parecen más bien benignas con el régimen venezolano. Sí, es peligroso que no suenen los timbres de alarma.
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