El número de empresas españolas (y me refiero a ese 99% que son pymes) que apuestan por internacionalizar su negocio como estrategia de sostenimiento y por qué no, de crecimiento de su actividad, continúa en ascenso.
En el escenario actual, el referente inmediato o primera zona de confort para la mayoría es el espacio europeo, por cuestiones de proximidad geográfica en primera instancia, pero también por motivos relativos al riesgo, coste y seguridad jurídica.
A pesar de las ventajas que esta primera zona ofrece para la expansión empresarial, la crisis de la eurozona ha favorecido la consolidación de una segunda zona de confort: América Latina, cuya proximidad cultural es, sin duda, un gran atractivo. Sin embargo, y a tenor de las estadísticas, esta opción no sólo puede verse intimidada con los lentos, pero reales, síntomas de recuperación de la primera, sino también por la presencia de una tercera zona de confort abanderada por Europa del Este y Asia.
La proximidad cultural y la variable lengua, que no lenguaje, no son los únicos aspectos clave a medio y largo plazo del éxito empresarial consolidado y sostenible. Muchas son las ventajas, aunque también hay que saber gestionar los inconvenientes.
Curiosamente, cuando América Latina continúa reorientando su referente del norte al este, nuestras empresas tienden a volver su mirada a oriente. Es decir, aunque estamos en el mismo plano (dirección), nuestras miradas apuntan en el mismo sentido, lo que nos aleja de espacios de colaboración promotores de sinergias. Esto significa que nuestro tejido empresarial está desaprovechando su potencial como transmisor de la imagen de España, tan apreciada (léase cotizada), en el escenario Latinoamericano, y aquí interviene de nuevo ese referente cultural que para América Latina tiene nuestra marca. Dicho de otro modo, debemos tomar conciencia de la ventaja competitiva que, per se, tienen nuestras empresas en el contexto de América Latina y no desaprovechar este coste de oportunidad porque, sencillamente, no creo que debamos permitírnoslo.
Las claves de éxito, por mi modesta experiencia, para cualquier empresa son: apuesta por la proximidad cultural, adaptación al medio y en especial a cada identidad, idiosincrasia y lenguaje e inversión con retorno a medio plazo.
La táctica o despliegue de éxito para responder a la estrategia también la he dejado entrever: trabajar en colaboración con nuestros socios locales desde el mismo plano y mirándonos cara a cara. Efectivamente, lo anterior es necesario pero no suficiente si no va acompañado de algo de lo que ahora se habla tanto, que estamos convirtiendo en modismo: una apuesta de valor.
Para cualquier empresa cuya actividad implique, directa o indirectamente, el desarrollo humano, su apuesta de valor deberá estar capitaneada por el acompañamiento a sus socios (e intencionadamente me alejo del término y concepción de clientes) durante el tiempo necesario hasta que el proceso de crecimiento personal y profesional consiga el equilibrio entre la capacidad innata del ser humano y la virtud necesaria para desplegar todo su potencial. Llegados a este nuevo estadio, nuestro socio ha adquirido autonomía e independencia. A partir de aquí, debemos apelar a nuestro know how, creatividad y capacidad innovadora para proponer nuevas colaboraciones.
Es decir, los esfuerzos iniciales se deben concentrar en generar (con paciencia) la necesaria confianza en nuestros socios, teniendo siempre presente que ellos son los únicos árbitros a la hora de decidir si nuestra expertise les aporta valor. Perfecto, pero, ¿qué subyace en una apuesta de valor? Pues nada menos que tres dimensiones, la económica, la emocional y la funcional. Nuestro socio debe tener claro que con nuestra intervención su organización va a ser más valiosa, va a valer más, va a incrementar su valor en el mercado, sea cual fuere éste. También debe percibir un incremento emocional como consecuencia de nuestra presencia; debe sentirse mejor, más seguro, más orgulloso de sí mismo y con más prestigio. Por último, pero no menos importante, nuestro socio debe tener claro que con nuestro acompañamiento su capacidad funcional va a mejorar, es decir, va a ser capaz de hacer algo más, o mejor o distinto que sin nosotros.
Lo mejor de todo es que esta concepción es recíproca, pues nuestra participación también necesita medir, no sólo el valor aportado, sino el recibido como consecuencia de la interacción.
Fernando Álvarez Flores es director del Área Internacional de Sanromán.
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